sábado, 28 de marzo de 2020

«Piraña 3D» (2010): El discreto encanto de la pornografía gore


Hay gestos de honestidad en el cine que deberían ser premiados. Y no se trata de honestidad dentro de los avatares de una trama, no de sinceridad emocional que se reduce a lo eventual, lo esporádico. Se trata de justificaciones, de posturas que el director adopta en su obra y que el espectador menos acomplejado entiende a la perfección. 

Dice el francés Alexandre Aja en las notas de producción de «Piraña 3D» que con este trabajo deseaba «recuperar ese aire de los ochenta, esas películas que te hacían sentir aquel placer culpable que tanto molaba cuando eras niño, esas películas que te daban miedo y a la vez eran divertidas». Bingo. No hay mejor síntesis posible del espíritu —libre, libérrimo— que vive en esta fantasía exploitation engordada a base del gore más canalla y verbenero. Y a la vez, no podría haber en esa sentencia mejor homenaje al referente del que parte, la «Piraña» (1978) de Joe Dante, con la que comparte aires festivos y cariño infinito por un género.

Nada en «Piraña 3D» es gratuito y nada podría haber más gratuito que la orgía de sangre, vísceras, carne expuesta y pirañas de serie B que propone esta animalada mayúscula, una «Ciudadano Kane» (Orson Welles, 1941) del mal gusto firmada por el único enfant terrible que puede ser tildado de tal sin que la expresión pierda un ápice de sentido. Parida con la única excusa del amor y el entretenimiento sin coartadas intelectuales, la película se constituye como un gran festival de rápido empacado —apenas hora y veinte de duración— que se divierte mostrando carne —memorablemente indecente la aparición de la actriz porno Gianna Michaels— para despedazarla después, cortesía de los artistas Gregory Nicotero y Howard Berger. Ante tal desinhibición y falta de vergüenza, un reparto sobrado de carisma y con algunas sorpresas —un chalado Christopher Lloyd, un fugaz Richard Dreyfuss— se deja llevar por este enfermizo parque de atracciones del que participan sin tomárselo demasiado en serio. Sólo Adam Scott, antaño rechifla del hijo ejemplar de la familia, ofrece algún atisbo de la gravedad del héroe improvisado entre la matanza. Y por supuesto, esta recibe su correspondiente —y descacharrante— merecido.



Gamberra hasta lo ofensivo, cafre hasta la extenuación, esta pequeña joya revitaliza un subgénero relegado al ostracismo de sobremesa y lo hace, casi sin querer, como contestación grosera a una tendencia del blockbuster a buscar la severidad que equivale a reconocimiento. Aja puede ser un excelente comentarista desde su nicho —véase «Las colinas tienen ojos» (2006)—, pero difícilmente será un cineasta dispuesto a hacer amigos a cada nuevo título. Por suerte.


KELLY BROOK  











“Nos costó una semana coreografiar la toma”, explica la solícita Kelly. “Nunca la hubiese rodado con otra persona que no fuese Riley: es tierna y amable, y se siente a gusto con su cuerpo. De este modo, yo también me sentí a gusto”, remacha, refiriéndose a su partenaire, la actriz porno Riley Steele. 














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